Recuerdo raro recuerdo

Pasé el verano de 1961, recién cumplidos los veintiún años, haciendo de recepcionista en el Hotel del Golf de Castellón de la Plana. Fue mi tío Alberto, exmilitar de Regulares que trabajaba allí, no recuerdo de qué, quien me consiguió el empleo. Teníamos el mismo horario, y todos los días íbamos y volvíamos de su casa de Castellón en su vespa. El mío era un trabajo más bien aburrido, porque se limitaba a recibir a los clientes y apuntar sus datos. De lo demás se ocupaba el conserje, un tipo hostil con quien no llegué a cambiar más de dos frases, pero a quien, evidentemente, le parecía muy mal que yo estuviese allí, joven y señorito.

            El director del hotel —rechoncho, bigotón y viejo—, que malhablaba el castellano, me prohibió tratar con los clientes, incluso utilizar la playa del hotel. Así y todo, no me faltaron los contactos: Nely, Chantal Duprez, Dominique Delèze. Con las dos últimas mantuve una relación epistolar bastante larga. Incluso volvimos a vernos alguna vez, en Madrid y Barcelona.

            No fue un mal verano. Llevaba tres años viviendo en Madrid, tras nuestra expulsión de Tánger en 1958. Fue la primera vez que les saqué dinero a los idiomas. Poquito. Me dio para comprarme un jersey Pulligan azul. En septiembre, en la fementida facultad de Derecho de la Complutense, aprobé quizá alguna asignatura. Tardé dos años más en terminar la carrera.

            Durante las horas de la siesta apenas llegaban clientes nuevos al Hotel del Golf, de modo que allí, en mi mostrador, ocultando el cuaderno de espiral, pude escribir un poco. Acababa de leer la Ilíada y la Odisea en la traducción de Luis Segalá, y estaba entusiasmado con Homero. El reflejo del sol en las cuatro abolladuras del casco de Aquiles. Como escritor, uno de mis muchos y enormes defectos fue, durante algunos años, la mímesis que me venía tras los entusiasmos. Dicho de otro modo: tratar de reescribir a Cervantes tras el Quijote, a Homero tras sus epopeyas, incluso a Durrell tras el Alexandria Quartet (mucho antes, a los diez o doce años, a mi verdadero primer maestro literario, el José Mallorquí del Coyote); ya no a Cortázar tras su Rayuela. Hasta ahí llegó la dolencia. A los veinticinco o veintiséis me puse como un azogado a buscar la originalidad (otro defecto, supongo), y salió Ejemplo de la dueña tornadiza, que tardó más de quince años en publicarse (Hiperión, 1981).

            Pero a lo que íbamos: una de esas tardes lánguidas del Hotel del Golf apareció al pie de la escalinata de entrada una chica de trece o catorce años: morena, menuda, pelo rizado, shorts verdes; acompañada de una criada y otras tres o cuatro adolescentes. Vivían en alguno de los chalés de los alrededores. No recuerdo, no imagino, cómo ni por qué entablamos conversación. Lo que sí recuerdo con certeza es que a partir de entonces Fátima vino a verme casi todas las tardes, con su grupito familiar: estaba un ratito allí, al pie de la escalinata, preguntándome cosas, y luego se iba. Averiguó mi edad, mi condición social de hijo de militar, mi residencia habitual en Madrid, la situación de mis estudios. Nunca bajé la escalinata, ni ella la subió. Nos dijimos adiós la tarde de mi último día de trabajo en el hotel.

            Unos meses más adelante me la encontré por casualidad en Argüelles y charlamos un rato, con cierto cariño. Nos alegramos de vernos.

            Nunca más he vuelto a saber de ella.

            De su apellido sí, lamentablemente: Espinosa de los Monteros.

            Ya ven ustedes qué recuerdos, los míos. Y aún hay quien me insiste en que escriba mis memorias.

Delenda est monarchia, dicho de otro modo

Una nota escrita en 1999 que andaba perdida por los discos duros.

«Lo que pretendemos los republicanos españoles no será, digo yo, que el tirano absolutista pase por guillotina, sino que España se incorpore por fin al irreversible proceso histórico de liquidación de la monarquía, una institución sin duda antañona, pero totalmente incongrua dentro de un Estado de Derecho. Es verdad que las casas reales europeas, buscando el modo de salvarse, han encontrado, todas ellas, el truco de renunciar al gobierno, de convertirse en «símbolos» de sus respectivas naciones (el equivalente de un relaciones públicas, dentro de la empresa moderna). Pero el riesgo de un retroceso siempre existe, mientras haya reyes y éstos, por lo simpático y nada comprometido de sus cargos, puedan influir en las ideas y en el modo de comportarse de sus «súbditos». A mí me da un poco de miedo que un día un rey suelte un discurso y convenza a todo el mundo de la necesidad de quitarles la política de las manos a los políticos y devolverla a donde corresponde, es decir al monarca, limpio, inocente, puro, lleno de amor a su pueblo, generoso, sacrificado, etc. Lo cual, permítaseme decirlo así, no haría sino llevar a su apoteosis el triunfo de las revistas del corazón, dueñas y señoras de la opinión pública en los países occidentales. Y confirmar que el «tirano benévolo» es la forma de gobierno más aceptable y más deseada por la mayoría de los ciudadanos. Curiosamente (cuánta meditación habría que añadir a esta próxima frase), la democracia también ha de imponerse a los pueblos, que sólo la aceptan de buen grado cuando todo va bien, para reclamar mano dura, castigos ejemplares, privaciones de libertad, controles rigurosos de las diferencias, etc., incluso «pureza étnica», en cuanto las cosas van regular. (Ello explica que Hitler ganara unas elecciones, que Franco hubiera podido ganarlas con la gorra si las hubiese convocado, que Pinochet siga contando con el apoyo incondicional de buena parte de los chilenos. Y no explica, en cambio, el fenómeno Fidel Castro, que sí respondió a un auténtico deseo de revolución y mejora, en principio, aunque luego haya derivado hacia el estancamiento y la corrupción. Es decir, por no confundirnos dentro de un paréntesis: una cosa es el deseo de orden y autoridad que les brota a los ciudadanos en cuanto la situación se agria un poco, y otra el espíritu revolucionario que propone metas de libertad, justicia, igualdad, etc. Lo que pasa es que toda dictadura, sea «buena», sea «mala», termina siempre en los peores abusos. Fidel Castro ganó su guerrilla porque Cuba era el lupanar de los Estados Unidos, una finca de la mafia norteamericana, un territorio de dictaduras sanguinarias y enloquecidas. El régimen castrista se ha convertido en una institución reprobable porque ya no tiene más sentido que el de su propia permanencia ―y quizá, el de oponerse a la recaída bajo el poder de los Estados Unidos.)»

            Ahí es donde la monarquía puede ser un trágico problema: en la «autoridad» que la institución otorga a personas que sí, que han hecho la carrera de rey, con dedicación y entrega, pero que no ofrecen ninguna otra garantía de sentido común, experiencia, conocimientos, inteligencia, etc. Por decirlo de un modo más castizo, a mí no me vengan ustedes con gaitas: ¿por qué diablos he de aceptar que Felipe de Borbón, futuro Felipe VI, un chaval que, ya digo, ha estudiado la carrera de rey, pero al que no puedo suponerle una gran cultura, ni un gran conocimiento de las cosas de la vida, ni una inteligencia superior, me venga con discursos sobre lo que hay que hacer o dejar de hacer, hablando como un anciano sabio? Por favor.

            Y no se me conteste con lo obvio: por supuesto que los políticos son todos unos tales y unos cuales; pero, al menos, son «nuestros» tales y cuales, los que hemos elegido nosotros, no una persona impuesta por una mezcla de tradiciones tribales y mágica voluntad de Dios.

Maeso

NOTA DE HACE VARIOS DÍAS (SE ME HABÍA TRASPAPELADO)

Las cuatro menos cuarto de la madrugada. Irreversiblemente despierto, hasta nuevo sueño. Estoy leyendo Circular 22, de Vicente Luis Mora, y me tropiezo con una mención muy elogiosa de Mari Ángeles Maeso, una de las poetas incluidas en mi antología Las Diosas Blancas, donde se llamaba Angelines. Ello me azuza la curiosidad y decido poner a prueba mi memoria. Trato de recordar los nombres de las poetas que conformaron la antología, una por una. No puedo. Estoy bloqueado. Solo recuerdo a cuatro o cinco.

Me da por buscar a Mari Ángeles Maeso en Facebok. No la tengo como «amiga». Le solicito amistad [ya aceptó]. Con Mari Ángeles tuve algún contacto posterior a la salida y explosión de Las Diosas Blancas. Una vez me invitó a dar una charla en la cárcel de Carabanchel. No sé qué año. Antes de que derribaran el edificio, claro. Estuve. Solo recuerdo a los asistentes diciendo «queremos tetas, no poetas» (reivindicación provocada por la aparición de una psicóloga en camiseta ceñida y sin sujetador) y a un preso argentino, muy alto, que se me acercó al final a decirme que no lo había gustado mi poesía, que le faltaban metáforas. Cierto: siempre me han faltado metáforas.

Compruebo que Mari Ángeles ha publicado muchos libros después de la antología, y que goza de buen prestigio en el pequeño y cerrado mundo de la poetambre. Me alegro, claro. Pienso que tendré que leerla otra vez, venciendo mi resistencia actual a hojear siquiera un libro de poesía.

Delicias del insomnio.

Puede ser una imagen de una persona y texto que dice "ANGELINES MAESO Nació en Valdanzo (Soria), en 1955. Licenciada en Filología Hispánica. Colaboradora de la revista El Arco de Iris. Bibliografía: -Abacanto (libro colectivo, prólogo y selección de Fanny Rubio, Grupodis, Madrid, 1984)."

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Poema ciudadano de León Aulaga

Leyendo CIRCULAR 22, de Vicente Luis Mora (voy por la mitad + poquito), me pregunto que por qué será que yo nunca haya escrito un poema ciudadano. León Aulaga sí. Se titula CIUDAD DE DESTINO y es el cuadragésimo poema de LOS POEMAS DE LEÓN AULAGA, incluidos, como parte del relato contada en verso, en EL AÑO QUE VIENE EN TÁNGER. No lo puedo reproducir aquí por culpa de mis caprichos tipográficos, irrepetibles en Facebook.

De todas formas, EL AÑO QUE VIENE EN TÁNGER se lo pueden ustedes bajar en formato PDF desde mi Librillo. El vinculo es

https://1drv.ms/u/s!Ap45JsQGNjMphJwxWsMEegs4JE_c1w?e=haajKZ

Lo he estado releyendo un poco y me sigue gustando, aunque ahora soy más sensato y quizá le eliminaría algunas cosillas, para no exigirles tanto tiempo a los lectores.

Finnegans Wake: La réalité c’est moi

A finales de los ochenta, cuando Anthony Burgess me hubo convencido de que sí, que se podía, y tras haber publicado en el diario Pueblo una serie de cuatro artículos largos en que pretendía traducir las primeras líneas del texto, me puse a leer Finnegans Wake como si lo entendiera, sin preocuparme de averiguar sus sentidos o sinsentidos o contrasentidos, avanzando implacablemente por sus párrafos, pum pum pum catapún chinchín. Lo terminé. Me quedó en la cabeza (o cualquiera sabe dónde) una impresión parecida a la de un viaje psicadélico (que tampoco se entiende, solo se siente, sin saber bien ―ni mal― qué se siente). Nunca deseé contar la experiencia. No lo intenté, con nadie, ni por escrito ni de palabra.

            Anoche, durante uno de esos insomnios de sueño partido que últimamente me afligen, me vino de pronto una ¿comprensión? tardía: Finnegans Wake es la apoteosis del ego, del yo, del Ich de los románticos alemanes, cuyo lema podría haber sido —en parodia filosófica (y apócrifa) de Louis XIV— La réalité c’est moi, la realidad soy yo. Joyce suelta por las páginas de su libro su elaboración absolutamente yoísta de la realidad, esperando que el lector dedique un casi infinito número de horas a comprenderla o sencillamente a saborearla, o que pase de ella como de una música de fondo o una percepción de lo imposible.

            No sé cuántos lectores auténticos habrá tenido Finnegans Wake desde su publicación. No muchísimos, seguramente, porque la representación de la realidad yoísta mediante palabras es un intento imposible e incomunicable. Ilegible. (De lo que cabría deducir que el yo es incomunicable, pero no lo haré, porque la comunicación es una de las bases esenciales de la sociedad humana. Puede, incluso, que uno de los requisitos indispensables para considerarnos vivos sea el esfuerzo por comunicar el yo y percibir el tú o el vosotros.)

            Finnegans Wake era un camino que la literatura no podía seguir. Quod erat ad domonstrandum. Quizá fuera esa la intención de Joyce: demostrar la imposibilidad, para impedir que las novelas futuras se derrumbasen como una manada de suicidas por un precipicio mortal.

            No creo. A Joyce le importaba un pimiento la gente. Incluso la gens literaria.

17 de febrero de 2023

La ternura humana (La peste: Albert Camus)

Descubro en solidaridad.net un artículo mío sobre Albert Camus que había olvidado por completo. Lo pongo, más que nada, por recordármelo, porque ya sé que estas cosas tan largas no las leen ustedes (y hacen bien, conste).

«La ternura humana», Ramón Buenaventura

Repasando el Albert Camus de mi cabeza, para este artículo, descubro una verdad que me horroriza: un hombre nacido en 1913 y muerto en 1960 no es contemporáneo nuestro (quiero decir: de los vivos ahora, tengamos la edad que tengamos). La obra de Camus está escrita sin posible conocimiento, ni experiencia, de la parte del siglo XX que más sañudamente marca nuestra condición actual. Él conoció las dos guerras mundiales, el fascismo y el nazismo, el estalinismo, el holocausto, la bomba atómica, la Guerra de Corea, Indochina, los inicios del conflicto argelino y de la Revolución cubana, las crudelísimas crisis teóricas de la izquierda…

En general, él vivió una época en que todo el mundo que pintaba algo en el desarrollo de la Historia luchaba por el triunfo de alguna verdad, matando las ideas o personas que fuera necesario eliminar a tal propósito. Los años posteriores a la muerte de Albert Camus trajeron el último chaparrón de revoluciones e ideales –el sesentayochismo-, pero también, y sobre todo, la trituración de los dogmas, de las ilusiones, de las esperanzas, de la fe en el hombre y en su posibilidad de mejora.

Ahora mismo, los occidentales sabemos que todo es falso, que sólo cuentan el éxito, la fama, el dinero y su compadre el poder. Qué antiexitoso, infame, empobrecedor y débil ridículo haríamos hoy si, tras haber descubierto que “los hombres mueren y no son felices”, nos entrara de sopetón la urgente necesidad de poseer la Luna, y así lo proclamáramos. Estoy citando, casi literalmente, una escena de Calígula, la obra teatral más famosa y más representada de Albert Camus: “CALÍGULA.- Sólo es la señal de una verdad que me hace necesaria la Luna. es una verdad muy simple y muy clara, un poco tonta, pero difícil de descubrir y pesada de llevar. HELICÓN.- Y ¿cuál es la verdad? CALÍGULA.- Los hombres mueren y no son felices”.

Señoras y señores, con la mano en el resumido corazón: ¿a quién de nosotros le importa, a estas alturas, que los hombres mueran y no sean felices? Camus fue un hombre profundamente de izquierdas, de estos que no pueden encajar en ningún partido ni dogma, porque todos esquematizan y limitan. Ser de izquierdas es creer en el hombre, en su dignidad, en su nobleza, en sus méritos, en sus posibilidades de cambio para mejor, sin necesidad de ninguna otra referencia metafísica o religiosa, sin necesidad de ningún código de normas que demuestre nada. Ser de izquierdas es escribir El mito de Sísifo, ir trenzando impecablemente sus razonamientos (“no hay castigo más terrible que el mundo inútil y sin esperanza”) y terminar con una arrancada romántica que contradice toda la tragedia planteada: “Hay que imaginarse a Sísifo dichoso”. En efecto, sí; ser de izquierdas es reconocer el derecho a la felicidad improbable e ilógica de los pobres, los feos, los bastos, los desprovistos de talento, los faltos de ambición, los empleaduchos, los que nunca gozarán de esos diez minutos de celebridad que un listísimo propagandista yanqui profetizó para todos los habitantes de nuestra cultura.

Ser de izquierdas es haber escrito el libro más noble jamás escrito, el único texto del siglo XX en que la ternura humana prevalece sobre cualquier otro sentimiento. No el ternurismo barato. La ternura. Hablo de La peste. Es un dramático descubrimiento éste, para mí: uno de mis padres electivos ha dejado de ser contemporáneo mío. Si, al menos, siguiéramos leyéndolo, hasta recibirlo otra vez.

Solidaridad.net

Absténganse despampanantes

Leo que ha muerto Gina Lollobrigida y se me viene al recuerdo el hecho innegable de que a mí nunca me interesó esta modalidad de mujeres de mi adolescencia: Gina; Sophia Loren, Jayne Mansfield, Jane Russell, Silvana Mangano, Rachel Welch, Silvana Pampanini, la propia Marylin (perdón, Elena). Hasta los doce o trece años, mi preferida entre las actrices fue Ann Blyth (sí, créanme: Ann Blyth). Luego llegaron las francesas: B.B., Mylène Demongeot. Luego quizá Natalie Wood, Terry Moore, Romy Schneider, Julie Christie, Jean Seberg, chicas así. Nunca las despampanantes.

Nunca me llamó la atención ninguna actriz española de mi juventud (tan repeinadas, tan femeninas, tan cursis). Nunca miré dos veces una foto de Sara Montiel. Más tarde llegaron algunas chicas que sí me llamaron la atención: Emma Cohen, más que ninguna.

Y ahora casi todas me parecen bien, españolas y extranjeras, hasta las más entradas en años; menos las despampanantes.

No sé si este rechazo tan curioso tiene algún significado.

RACHEL, RAQUEL, RACHELITA: רָחֵל

El nombre ‘Raquel’ —bíblico— es un divertido ejemplo de lo que puede ocurrir cuando se transliteran palabras de un alfabeto a otros.
Raquel es en hebreo רָחֵל, que se pronuncia ‘rajel’ y significa ‘oveja’. Como sin duda saben todos y cada uno de ustedes, el fonema que nosotros representamos mediante la letra J no existía en latín ni, ahora, en inglés, en francés, en italiano, etc. (sí en alemán, holandés, griego, etc.) Los griegos transliteraron רָחֵל en Ῥαχήλ’ (es decir ‘rajel’). Pero los romanos tuvieron que recurrir al dígrafo ‘ch’, normalmente utilizado para copiar palabras con J, sobre todo del griego (chorus, chaos, Christus). Es decir: רָחֵל se convirtió en Rachel.
El nombre pasó al castellano antiguo mucho antes de que la jota se implantara en nuestra lengua, de modo que se transliteró Raquel (así, en la Biblia del Oso) quizá porque el dígrafo CH se pronunciaba K en latín. Un lío curioso. (En gallego y catalán también es Raquel.)

Dicho de otro modo: ahora, si quisiéramos respetar la etimología del nombre, en plan modernata, deberíamos llamar Rajel a todas las Raqueles que conocemos. 🙂

(Curiosidad añadida: Una de los sefardíes más famosos que tuvimos en el Tánger posterior a la independencia de Marruecos —librera, animadora cultural, poliglota, relaciones públicas por naturaleza— se llamaba Rachel Muyal y sus amigos la llamaban Rachelita. Con la CH a la española o francesa, según cada cual.)

No me ha salido muy bien este texto: aburrido. Perdón.