Una nota escrita en 1999 que andaba perdida por los discos duros.
«Lo que pretendemos los republicanos españoles no será, digo yo, que el tirano absolutista pase por guillotina, sino que España se incorpore por fin al irreversible proceso histórico de liquidación de la monarquía, una institución sin duda antañona, pero totalmente incongrua dentro de un Estado de Derecho. Es verdad que las casas reales europeas, buscando el modo de salvarse, han encontrado, todas ellas, el truco de renunciar al gobierno, de convertirse en «símbolos» de sus respectivas naciones (el equivalente de un relaciones públicas, dentro de la empresa moderna). Pero el riesgo de un retroceso siempre existe, mientras haya reyes y éstos, por lo simpático y nada comprometido de sus cargos, puedan influir en las ideas y en el modo de comportarse de sus «súbditos». A mí me da un poco de miedo que un día un rey suelte un discurso y convenza a todo el mundo de la necesidad de quitarles la política de las manos a los políticos y devolverla a donde corresponde, es decir al monarca, limpio, inocente, puro, lleno de amor a su pueblo, generoso, sacrificado, etc. Lo cual, permítaseme decirlo así, no haría sino llevar a su apoteosis el triunfo de las revistas del corazón, dueñas y señoras de la opinión pública en los países occidentales. Y confirmar que el «tirano benévolo» es la forma de gobierno más aceptable y más deseada por la mayoría de los ciudadanos. Curiosamente (cuánta meditación habría que añadir a esta próxima frase), la democracia también ha de imponerse a los pueblos, que sólo la aceptan de buen grado cuando todo va bien, para reclamar mano dura, castigos ejemplares, privaciones de libertad, controles rigurosos de las diferencias, etc., incluso «pureza étnica», en cuanto las cosas van regular. (Ello explica que Hitler ganara unas elecciones, que Franco hubiera podido ganarlas con la gorra si las hubiese convocado, que Pinochet siga contando con el apoyo incondicional de buena parte de los chilenos. Y no explica, en cambio, el fenómeno Fidel Castro, que sí respondió a un auténtico deseo de revolución y mejora, en principio, aunque luego haya derivado hacia el estancamiento y la corrupción. Es decir, por no confundirnos dentro de un paréntesis: una cosa es el deseo de orden y autoridad que les brota a los ciudadanos en cuanto la situación se agria un poco, y otra el espíritu revolucionario que propone metas de libertad, justicia, igualdad, etc. Lo que pasa es que toda dictadura, sea «buena», sea «mala», termina siempre en los peores abusos. Fidel Castro ganó su guerrilla porque Cuba era el lupanar de los Estados Unidos, una finca de la mafia norteamericana, un territorio de dictaduras sanguinarias y enloquecidas. El régimen castrista se ha convertido en una institución reprobable porque ya no tiene más sentido que el de su propia permanencia ―y quizá, el de oponerse a la recaída bajo el poder de los Estados Unidos.)»
Ahí es donde la monarquía puede ser un trágico problema: en la «autoridad» que la institución otorga a personas que sí, que han hecho la carrera de rey, con dedicación y entrega, pero que no ofrecen ninguna otra garantía de sentido común, experiencia, conocimientos, inteligencia, etc. Por decirlo de un modo más castizo, a mí no me vengan ustedes con gaitas: ¿por qué diablos he de aceptar que Felipe de Borbón, futuro Felipe VI, un chaval que, ya digo, ha estudiado la carrera de rey, pero al que no puedo suponerle una gran cultura, ni un gran conocimiento de las cosas de la vida, ni una inteligencia superior, me venga con discursos sobre lo que hay que hacer o dejar de hacer, hablando como un anciano sabio? Por favor.
Y no se me conteste con lo obvio: por supuesto que los políticos son todos unos tales y unos cuales; pero, al menos, son «nuestros» tales y cuales, los que hemos elegido nosotros, no una persona impuesta por una mezcla de tradiciones tribales y mágica voluntad de Dios.