A finales de los ochenta, cuando Anthony Burgess me hubo convencido de que sí, que se podía, y tras haber publicado en el diario Pueblo una serie de cuatro artículos largos en que pretendía traducir las primeras líneas del texto, me puse a leer Finnegans Wake como si lo entendiera, sin preocuparme de averiguar sus sentidos o sinsentidos o contrasentidos, avanzando implacablemente por sus párrafos, pum pum pum catapún chinchín. Lo terminé. Me quedó en la cabeza (o cualquiera sabe dónde) una impresión parecida a la de un viaje psicadélico (que tampoco se entiende, solo se siente, sin saber bien ―ni mal― qué se siente). Nunca deseé contar la experiencia. No lo intenté, con nadie, ni por escrito ni de palabra.
Anoche, durante uno de esos insomnios de sueño partido que últimamente me afligen, me vino de pronto una ¿comprensión? tardía: Finnegans Wake es la apoteosis del ego, del yo, del Ich de los románticos alemanes, cuyo lema podría haber sido —en parodia filosófica (y apócrifa) de Louis XIV— La réalité c’est moi, la realidad soy yo. Joyce suelta por las páginas de su libro su elaboración absolutamente yoísta de la realidad, esperando que el lector dedique un casi infinito número de horas a comprenderla o sencillamente a saborearla, o que pase de ella como de una música de fondo o una percepción de lo imposible.
No sé cuántos lectores auténticos habrá tenido Finnegans Wake desde su publicación. No muchísimos, seguramente, porque la representación de la realidad yoísta mediante palabras es un intento imposible e incomunicable. Ilegible. (De lo que cabría deducir que el yo es incomunicable, pero no lo haré, porque la comunicación es una de las bases esenciales de la sociedad humana. Puede, incluso, que uno de los requisitos indispensables para considerarnos vivos sea el esfuerzo por comunicar el yo y percibir el tú o el vosotros.)
Finnegans Wake era un camino que la literatura no podía seguir. Quod erat ad domonstrandum. Quizá fuera esa la intención de Joyce: demostrar la imposibilidad, para impedir que las novelas futuras se derrumbasen como una manada de suicidas por un precipicio mortal.
No creo. A Joyce le importaba un pimiento la gente. Incluso la gens literaria.
17 de febrero de 2023